miércoles, 25 de abril de 2018

Mi Lágrima del Yacente


Me dirigía con mi colega hasta Zamora, una pequeña ciudad de la que nunca habíamos oído hablar, pero un primo mío estuvo el año pasado en un botellón que se celebró allí en la noche del Jueves Santo y nos dijo que era una pasada de fiesta. Así que, sin pensarlo, nos compramos un par de botellas de ron y pa´ ahí que nos fuimos.

La verdad es que estábamos muy animados y, aunque estuviese lloviendo con abundancia, esto no impidió que se nos quitaran las ganas de jarana. Pillamos sitio para aparcar en la zona de La Marina, pero no fue hasta que bajamos del coche cuando nos dimos cuenta del frío que estaba haciendo.

¡Y aún teníamos que ir andando hasta el Parque de San Martín! Pues nada, cogimos las bolsas con las botellas de alcohol y preguntamos a un hombre súper abrigado la manera de llegar hasta ahí y, amable pero con un poco de desdén, nos mostró el camino más corto.

Así pues, enfilamos la famosa Calle Santa Clara y, una vez llegados a la Plaza Mayor, tuvimos que preguntar de nuevo, pues entre el viento y la fuerte lluvia que se estaba ocasionando, perdimos un poco la orientación. Esta vez fue una chica la que, muy encantada, nos dijo que fuésemos por donde el Museo de Semana Santa ya que, por ahí, tardaríamos menos en llegar.

Bueno, pues cuando menos lo esperábamos, aparecieron ellos. Unos cofrades con túnicas blancas y largos capirotes salían de una Iglesia… ¡Vaya faena! Nos quejamos porque ahora nos tocaba rodear y unos hombres que estaban viendo la procesión nos miraron e hicieron un gesto para que nos callásemos. ¡Todo nos estaba saliendo mal en esta ciudad! Y, aunque ya estábamos un poco mosca por la situación, nos metimos por una calle estrecha que había entre esta Iglesia y el Museo de Semana Santa para, después, acercarnos a una especie de mirador y ver que, por ahí abajo, estaba el Parque de San Martín.

Lamentablemente, los cofrades se acercaban y nosotros estábamos súper perdidos. Sabíamos que si íbamos por donde ahora mismo transitaba la procesión, llegaríamos enseguida, pero no teníamos ni la más remota idea de cómo llegar si tirábamos por otro lado. Así que, después de maldecir lo que nos venía a la cabeza, decidimos ver y esperar a que acabara la procesión…

¡Lo que me faltaba! Me voy de fiesta y termino viendo una procesión de Semana Santa... Encima no paraba de llover y hacer viento. ¿Alguien me lo podía explicar? En fin, nos apoyamos en la pared e intenté sacar el móvil para entretenerme, pero las cosas cada vez estaban yendo peor, pues me lo había dejado en el coche…

Esto no podía ser cierto. En pleno enfado, le pedí el móvil a mi colega, pero pasaba de mí, pues estaba ensimismado viendo la procesión.

Muy sorprendido, decidí mirar yo también y lo primero que ví son dos pequeños cofrades sosteniendo un cojín con una corona de espinas. Me pareció, cuanto menos, curioso. Pero poco después, empecé a dejarme llevar gracias al sonido provocado por los hachones que llevaban los cofrades cuando los apoyaban en el suelo. Esto me hizo fijarme en que algunos de ellos iban calzados con sandalias franciscanas y otros descalzos…

Por un momento pensé que los de esta ciudad estaban locos, ¡mira qué salir descalzos en una procesión y encima con el frío y el viento que hacía! La verdad es que era algo nada comprensible para mí. Pero luego cavilé sobre mi situación y mi intención de ir de botellón con la misma climatología y me di cuenta de que lo mío era bastante peor, incluso estúpido.

Y mientras que en primer término escuchaba el tintineo de una campanilla portada por un cofrade, de fondo no dejaba de oír, inconscientemente,  el “ruido” que salía de los altavoces de los coches que estaban parados en la zona del botellón y, por consiguiente, el griterío de la gente. Por increíble que parezca, todo lo que se oía de fondo me molestaba. En ningún momento me dieron ganas de ir a San Martín a beber, ligar o armarla… Y después de mirar de nuevo a mi colega, pensé que a él tampoco le interesaba ya la fiesta…

De repente, un sonido en la procesión dejó de lado el ruido de fondo que tanto me llegaba a molestar. Ese sonido lo provocaba un cofrade llevando sobre su hombro una gran cruz de madera, que arrastraba por el suelo. Estaba confundido, pues todo me estaba pareciendo muy hermoso, muy intenso.

La penitencia que se estaba viviendo entre los cofrades de esta procesión y entre sus ciudadanos, que a pesar del mal tiempo seguían viéndola, me estaba llegando muy adentro. Comencé a tener unos sentimientos que hacía mucho, muchísimo tiempo no vivía. Demasiado tiempo, diría yo…

Estaba en pleno debate con mi corazón cuando, de repente, se empezaron a escuchar los latidos desgarradores de unos tambores que provocaron la aparición de lágrimas en mis ojos.


El cosquilleo que indujeron estas lágrimas en mi rostro cesó cuando lo vi a Él. Estaba muerto, cubierto en una especie de urna de metacrilato y portado por 8 cofrades en unas simples parihuelas. Justo cuando pasaba frente a mí, el fuerte viento trasladó una de mis lágrimas, que, fusionada en ese momento con el agua de la lluvia, se dejó caer en el sitio exacto de la urna donde se ubicaba su mano izquierda.

Mi lágrima ya no me pertenecía. Ahora era suya.

Entonces fue cuando lo entendí. Fue en ese preciso momento cuando mi mente se adaptó a la de los zamoranos y mi corazón se abrió al de esta tierra castiza.

La procesión finalizó y tanto mi colega como yo nos quedamos boquiabiertos, asustados y temblorosos porque lo que acabábamos de presenciar era muy auténtico y real. Nos miramos pero no nos dijimos nada. Nos lo estábamos diciendo todo tan sólo con vernos los ojos. Nos habíamos olvidado del botellón, de la fiesta y de la jarana y fue entonces cuando comenzamos a escuchar nuestros verdaderos corazones, nuestros sinceros sentimientos y nuestras auténticas lágrimas.


Texto: Óscar Antón
Foto: Horacio Navas

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